sábado, 27 de julio de 2013

Los días que (nos) separan.

Tan sólo un horario y un reloj me mantienen cerca de la realidad. Siempre cerca, nunca en ella. Todas las frases me parecen ya escritas. Todo me duele igual. Esta lágrima de aquí ya ha sido llorada. Esta ansiedad ya ha sido descrita. Y quién sabe lo que ya se ha vivido. Sólo somos dos cuerpos más que no terminan de querer ser. Sólo existimos por un tiempo. Tratamos de vivir una realidad ya vivida, y entonces ¿qué hacemos todavía mirándonos? ¿Qué somos?

Yo me abandono, así es más fácil soportarme. Y te dejo a ti la mejor parte de mí. Y quien quiera que visite la mala, que tengo un sitio reservado para quien lo haga. Que lugar para las sonrisas siempre hay. Pero las buenas noches no te las da cualquiera.

Cualquiera, y cual no quiere.

No...

miércoles, 3 de julio de 2013

Oniria y la ventana

Oniria despertó a tres metros del precipicio. No escuchó más que el sonido del silencio que solía encontrar de noche en su cama. Cerró los ojos, y entonces miró hacia la pared de su habitación, dándose cuenta de que acababa de empezar su día. Se abrazó a sí misma como casi nunca lo hacía y quiso llenar su mañana de canción. Las primeras horas de aquel día las pasó recordando. Llevaba mucho tiempo sintiendo el susurro de la nostalgia recorriendo su espalda. El pasado se le antojaba y teñía cualquier lugar que oliera a recuerdo de un color entre magenta, sepia y gris. Realmente ella lo veía así. Pero era algo que le gustaba.
Tuvo que abrir la ventana de su habitación para asomarse y mirar dónde quedaba el sol en ese momento. Pensó que serían las doce y de pronto se sintió mejor. Seguía sonando aquella canción desde una parte de su casa. Inundaba la casa de un sentimiento sin color. O mejor dicho, sin color puesto por ella. Y sin más salió corriendo como ella corre cuando nadie la ve y le puso fin a aquel sonido. Se hizo el silencio. Sus oídos hicieron un ejercicio extraordinario para encontrar el ruido de la calle que provenía de la ventana abierta de su estancia. De puntillas acudió al origen del sonido. Se detuvo en la puerta. Observó el contraluz que pintaba sus paredes proveniente de aquella ventana entreabierta.

Miró perpleja cada rincón de lo que se hallaba frente a su mirada. Su expresión cambió. Un capricho del aire fue desde la ventana hasta ella, y recorrió su cuerpo de arriba a abajo. Sintió un frío terrible. Cerró la ventana rápidamente. Se giró bruscamente, como si temiera que de pronto todo hubiera vuelto a cambiar. Respiró aliviada al comprobar que seguía igual.
Volvió a sentarse en su cama. Estaba helada. Se tumbó con un cansancio horrible en el cuerpo. Perdió la noción del tiempo cuando un recuerdo amenazó con quedarse demasiado tiempo en su mente. El sol se escondió tras una nube y la luz desapareció levemente. Eso hizo que reaccionara. Se levantó sin hacer ruido alguno y se vistió. Hasta que se decidió a abandonar aquel piso aquella mañana, volvió antes a observar su habitación al menos tres veces. Después de recorrerla con la mirada por cuarta vez, salió de allí. Mientras esperaba el ascensor pensó en aquella ventana. Odiaba que estuviera abierta. Sentía que alguien había entrado. Sentía que su cuarto era menos suyo. Notaba cómo mil ojos se le clavaban en la espalda y de pronto sus cosas eran menos cosas y todo lo que tenía significado dejaba de tenerlo.
Se miró en el espejo por primera vez. Deseaba que aquel espejo estuviera roto. Se dio la vuelta y esperó a llegar. Recorrió el espacio que separaba el ascensor de la calle de manera impasible. Sin gesto alguno, sin expresión alguna, sin vida alguna. En sus ojos se dibujaban espirales a los laterales. Una vez fuera, miró el cielo. Se detuvo un segundo, y se le hizo eterno. Sabía que allí no existían espacios personales, ni signos de identidad, ni descansos para crearse a uno mismo, o ni siquiera segundos para hacer lo que quería sin consecuentes miradas desconocidas y hasta familiares. Pensó que habría pasado una hora desde la última vez que había mirado dónde estaba el sol, y el frío abandonó su cuerpo. Caminó fingiendo que tenía un destino. Realmente eso era algo que la avergonzaba, no saber a dónde ir. Escuchaba a diario en el autobús conversaciones sobre todos los quehaceres ajenos, sobre prisas, sobre horarios, sobre gente que esperaba y aparecía tarde como si vivir fuera una carrera a contrarreloj o una pizarra llena de nombres, sitios y personas. Y ella nunca tenía horarios. No tenía prisa jamás, ni nadie que la estuviera esperando siempre y en cualquier lugar. Se camuflaba entre el gentío con una facilidad enorme.
Caminó durante un tiempo indefinido. Paró en un banco cuando quiso. No sabía bien dónde había llegado, pero no le importaba. Recordó cómo su madre le había hablado durante años de las personas sin luz. Personas que nacen para no ser vistas o ser vistas siempre en un contexto ajeno, siempre intuidas. Personas de las que te hablan y te es imposible recordarlas. Personas a las que no les pones voz, ni cara, ni cuerpo, ni personalidad, ni preferencia alguna en tu ser. Personas desdibujadas, deshechas, desexistentes. Personas con las que te cruzas a diario y que ni siquiera sabes cómo se llaman, ni te interesa tampoco. Personas que están, y que son, pero sólo para ellas mismas.
De pronto Oniria creyó que resonaban en su interior aquellas palabras que escuchó una sola vez. "Tú eres una de ellas." Se hizo el eco en cada órgano de su cuerpo. Le golpearon por dentro.
"¿No tengo luz?". "Tienes una luz que nadie más puede ver, y eso es como si no tuvieras luz."
Se levantó del banco y lo observó con resentimiento. Le resultaba vacío un apoyo tan material. "¿Por qué nadie puede ver mi luz?". Ya no sabía hacia dónde dirigirse. Quería volver a escuchar aquella canción, así que pasó el resto del día yendo a mil sitios y a la vez a ninguno intentando escucharla. "Eso es algo que entenderás conforme vivas contigo misma." Ni siquiera le preguntaba a la gente. Sólo caminaba y caminaba, y se paraba, y volvía a retomar el camino que ni siquiera existía, con la esperanza en forma de pasos y el destino en aquella canción. Se preguntó si el cielo estaría hecho de música. Si en cada nube habría partituras escritas en un idioma que nadie podía ver. Como su propia luz. Se observó a sí misma. Pensó que quizás ella también estaba hecha de partituras, y por eso sentía que algunas canciones eran su corazón, o su hígado, o su omóplato, o su oreja, o su pierna.
Quizás estar en el cielo era algo que nadie deseaba de verdad. Pensó que todos lo miraban con cariño, con nostalgia, con cierta ambición y cierto afán de poseerlo, pero que nadie pensaba en llegar a él. Porque ni siquiera era un lugar. A Oniria le gustaba pensar que el cielo en realidad era el suelo, y que todos estábamos en él. Pero las nubes eran otra cosa. Se iban, y venían, y todas tenían mucho que decir. Y por eso todo estaba lleno de música, porque vivíamos en el propio cielo. Y que las canciones que realmente nos hacían sentirnos más nosotros y que nos llenaban y destruían casi de la misma manera, era música de nubes. Música escrita con una tinta y en un idioma que nadie podía ver.
Oniria se chocaba mil veces con la gente siempre que se iba sin saber a dónde. A Oniria nadie la miraba de forma especial. Nadie se preguntaba nada sobre Oniria. A Oniria nadie la había conocido de verdad. Oniria parecía ajena a la realidad siempre. Nadie veía a Oniria. Por eso mirar las nubes, algo que todos adoran hacer por capricho y por sentir una falsa libertad pero que sin embargo aburre a cualquiera a los pocos minutos de hacerlo, era algo que a Oniria la salvaba. Veía aquella música, y la entendía. Y sabía que sólo ella podía hacerlo. Porque ella misma era nube. Ella misma poseía música que nadie podía ver. Ella misma era luz.


Volvió a encontrarse. O quizás no encontró nada porque no había nada que encontrar.
Casi por un impulso que no supo bien de dónde procedía, miró hacia su ventana. Lo hizo de forma tan automática que hasta pasados unos segundos no supo procesar la imagen que contemplaba. Se fijó detenidamente. Comprobó que esa era su ventana, aunque sabía que no podía ser otra y que jamás podría confundirse. Se detuvo bruscamente. Su cuerpo se paralizó. Su mente se paralizó. Creyó que su pulso se paralizó también. Un sonido casi irreal invadió la calle. No podía apartar la mirada de su ventana, intentando convencerse de que era un error visual y que aquella sombra dibujada en su ventana era ficción. Pero no lo era. Quiso pensar quién podía ser, pero enseguida entendió que podía ser cualquiera. Recobró la consciencia lo justo como para salir corriendo hacia su casa. Mientras subía las escaleras todo se movía tan fugazmente como sus pensamientos. Es imposible relatar todo lo que pasó por su mente, ya que ni ella misma sabía si pensaba en algo o no. Llegó a su puerta. No sabía cómo enfrentarse a lo que estaba a punto de ver y vivir. No sabía qué iba a pasar. Sintió un miedo horrible. Y más horrible le pareció tener que abrir la puerta sabiendo que detrás de ella había alguien. Pero lo hizo. Lo hizo, no supo si lenta o rápidamente pero lo hizo. Se quedó quieta, con la puerta sin cerrar y los ojos más abiertos que nunca. Su corazón amenazaba con salírsele por los oídos. No sabe cuánto tiempo estuvo así. El suficiente como para ser capaz de caminar por toda la casa hasta llegar a su habitación y comprobar que no había nadie. Ni allí ni en ningún rincón de la casa. Repasó minuciosamente cada lugar y comprobó varias veces que era imposible que hubiera alguien allí.
No sabía qué pensar.
Se acercó a su ventana. La observó durante horas. Estaba abierta. Estaba cruel y horriblemente abierta. Sintió una tristeza enorme de pronto. Pensó en aquella sombra. Ya no sabía qué había visto. Ni siquiera sabía quién era ella, y qué representaba para ella aquel espacio.
No durmió aquella noche. Y posiblemente no durmiera ninguna noche más.
No tenía miedo. No le asustaba que alguien pudiera volver, o en todo caso entrar en su casa. No temía que hubiera desaparecido algo. Lo único que le perturbaba, que le quitaba el sueño y otras cosas que no se dicen de uno mismo, era el hecho de que aquel horrible sentimiento se cumpliera. No quiso cerrar aquella ventana durante mucho tiempo. Esperaba que, ya que había perdido parte de ella misma y ya que sentía su cuarto y su casa menos suya, e incluso a ella misma menos suya, al menos aquel sentimiento se fuera también con todo aquello. Pero no fue así. Aquella sombra siguió detrás de aquella ventana mucho más tiempo del que ella supo. Y cuando volvió a ser capaz de intentar recuperarse a sí misma y volvió a coger aquel ascensor, lo entendió. Aquel espejo que ahora estaba roto le contó todo lo que nadie le podía contar.
Y aquel día, Oniria brilló.