Es este lugar preciso el que perturba mis impenetrables noches en las cuales el sonido más nítido pasa desapercibido tapado por la majestuosa calma que abruma mi ser, y con él, mis oídos.
Es este espacio imperecedero y etéreo a la par el que no deseo a nadie. Esta situación que retomo como quien retoma la minuciosa decoración de un hogar sin acabar y unas habitaciones sin vida.
El sutil brillo de fondo deja entrever los detalles más notorios que desdibujan las delicadezas del paisaje frío y urbano que adormecen mis ojos en cuanto alzo la vista.
Los caminantes que pasean ocupados y ensimismados en sus propios pensamientos golpean sin cesar mi brazo y me devuelven a la realidad constantemente, alejándome de la atenta y suave sensación de estar inmersa en mi mente y mi perplejidad ante tal escenario.
Bajo mis pies, un suelo castigado y mugriento que revela los detalles más escabrosos de las tantas historias vividas y por vivir de aquel emblemático horizonte que apenas es visible entre la muchedumbre y el gentío civil.
Mis pasos concisos perturban la seguridad de los muchos futuros pasajeros que se balancean entre sus propias pisadas y que se distraen con cualquier ocupación, tal como escuchar música o leer cualquier sandez.
Me miran con reparo mientras observan mi vestimenta. Comprueban cada prenda que porto y pronto sus ojos caen en mi sombrero negro para después coincidir con mi mirada furtiva, atenta a cada expresión o gesto de los que me contemplan. No demoran en perder el interés por mí y continúan con su itinerario.
Me dirijo convencida hacia mi destino. Compruebo varias veces el billete que asgo. Lo entrego. Camino sin pausa y me introduzco en el lugar donde pasaré las próximas tres horas.
Anuncian los últimos minutos para entrar. Se cierran las puertas. Comienza el viaje.
Y con él, mi esperanza resucita y se renueva sin ser yo consciente de ello, mientras observo distraída los últimos instantes de mi eterna y prematura ciudad.