viernes, 3 de agosto de 2012

18

Es este lugar preciso el que perturba mis impenetrables noches en las cuales el sonido más nítido pasa desapercibido tapado por la majestuosa calma que abruma mi ser, y con él, mis oídos.
Es este espacio imperecedero y etéreo a la par el que no deseo a nadie. Esta situación que retomo como quien retoma la minuciosa decoración de un hogar sin acabar y unas habitaciones sin vida.
El sutil brillo de fondo deja entrever los detalles más notorios que desdibujan las delicadezas del paisaje frío y urbano que adormecen mis ojos en cuanto alzo la vista.
Los caminantes que pasean ocupados y ensimismados en sus propios pensamientos golpean sin cesar mi brazo y me devuelven a la realidad constantemente, alejándome de la atenta y suave sensación de estar inmersa en mi mente y mi perplejidad ante tal escenario.
Bajo mis pies, un suelo castigado y mugriento que revela los detalles más escabrosos de las tantas historias vividas y por vivir de aquel emblemático horizonte que apenas es visible entre la muchedumbre y el gentío civil.
Mis pasos concisos perturban la seguridad de los muchos futuros pasajeros que se balancean entre sus propias pisadas y que se distraen con cualquier ocupación, tal como escuchar música o leer cualquier sandez.
Me miran con reparo mientras observan mi vestimenta. Comprueban cada prenda que porto y pronto sus ojos caen en mi sombrero negro para después coincidir con mi mirada furtiva, atenta a cada expresión o gesto de los que me contemplan. No demoran en perder el interés por mí y continúan con su itinerario.
Me dirijo convencida hacia mi destino. Compruebo varias veces el billete que asgo. Lo entrego. Camino sin pausa y me introduzco en el lugar donde pasaré las próximas tres horas.
Anuncian los últimos minutos para entrar. Se cierran las puertas. Comienza el viaje.
Y con él, mi esperanza resucita y se renueva sin ser yo consciente de ello, mientras observo distraída los últimos instantes de mi eterna y prematura ciudad.