lunes, 11 de mayo de 2015

Quemo hojas con palabras.
Quizás contenidas.
Quizás engañándome.

Cuento lo mismo de nuevo, mismo discurso, diferente audiencia y contexto.
En mi cama que ya conociste.
En un lugar nuevo y extraño a mí.

Sueño con esa carta que no te llegó.
Y con conversaciones pendientes.
Tenía pánico a escribirte.
Y a pensar de más.
Por el daño. Por el amor. Porque odio estas partes de deshacerse de cosas bonitas y de contar por qué se acabó.
He decidido no odiar, no llorar, no mirar atrás y no esperar.
He decidido y elegido vivir, como tú, creo.
Eres ahora para mí un fantasma lejano que me clavó una daga de humo en el alma.
No puedo entender por qué, pero nunca te pediré explicaciones. Te voy a querer incondicionalmente por un tiempo. No puedo hacer otra cosa.

Pero sí, la decepción final me ayuda a que me duela todo menos. Y la vida sólo me dice que sonría y no puedo dejar de hacerlo. Me siento cada día más gigante.

Aunque hoy sí te preguntaría cómo estás y qué pasa por tu cabeza. Lloraría luego, sin querer, inevitable. Y la culpa se va con la noche.

Sé pocas cosas de esto y de lo otro, en conclusión. Pero yo me quedo con todo mi amor y todas las cosas bonitas que aún tengo por decirte. Me quedo con las buenas noches, con los viajes interminables, con la ilusión que me diste. Me quedo con algunas cosas que me enseñaste, me quedo con recuerdos bellos llenos de ternura. Me quedo con lo que más cuesta olvidar, tus besos y tus manos, tu cara, tus caricias, tu voz, tus abrazos y tus miradas.

Ahora a cierta distancia de nuestros días, te digo que lo siento.

Y con lágrimas en los ojos y por si algún día lees esto, te digo que te quiero, David.