A deshoras miro al mar, el por siempre enamorado de la luna y de sus nocturnas sonrisas en alguna cama de nadie. Se miran a veces como antiguos y eternos amantes que son, pidiéndose mutuamente, diciéndose que sólo será una noche más, únicamente para recordar cómo era besarse, qué era sentirse.
Cada noche, y por capricho de la luna, el mar y la luna vuelven a verse y a quererse. Y después, cuando es de día, mientras la luna se va lejos, el mar se queda ahí, extenso y enamorado, roto y silencioso.
Aparece entonces el sol, abraza al mar y de tan fuerte que lo abraza, lo calienta y se evapora así su dolor.
Y todo se queda en lluvia.