martes, 22 de julio de 2014

Indefinitely

Ana lleva treinta y siete minutos sentada en el bordillo de su calle. Su móvil se ha apagado hace media hora y ya conoce los balcones de la finca que tiene enfrente de memoria. Mira a la izquierda y a la derecha cada medio minuto. Se da la vuelta cada dos. Mira aquel patio, y suspira. Se levanta y mira a lo lejos de la carretera. Coloca sus manos en la cintura, y resopla. Agacha la cabeza, vencida. Vuelve a sentarse, y el mismo ritual de nuevo.
Un perro se ha asomado en el sexto y en el tercero la señora de la bata rosa ha salido con una revista bajo el brazo. Está mirando la terraza del bar de abajo. Al señor que bebe vino solo. ¿Se preguntará si se siente igual de solo que ella? Los coches que pasan la distraen, y mira ahora a Ana. Ana mira el perro. El perro ladra a los coches. El señor que bebe vino solo se ha levantado y ha mirado a la señora de la bata rosa, que ahora sostiene la revista entre sus manos y no se ha dado cuenta de esto. El perro deja de ladrar. Ana mira su muñeca. Desde que terminó el curso no ha vuelto a tener reloj. Sentía el peso de la muerte cerca de sus venas y odiaba esa sensación. Prefería, como le enseñó ella, intentar adivinar la hora que era únicamente por su sensación al cerrar los ojos. Serán casi las nueve, piensa. Un coche con música alta que pasa por delante de Ana llama su atención por un momento. Se mira las uñas. ¿Cuándo fue la última vez que se las pintó? Seguramente lo hizo ella. Tenía la manía de pintar las uñas de Ana de mil colores, y las suyas de negro cuando estaba triste, y resultaba que ella tenía más días tristes que de reír. En invierno siempre vestía oscuro, a conjunto con sus uñas. Esto a Ana siempre le había cautivado, la tristeza que emanaba ella. La manera en la que hablaba siempre de las pequeñas cosas, de los graffitis en alguna pared lejana, de los gestos de los extraños en el autobús.
Ana sacó el paquete de tabaco mientras buscaba en el bolsillo de su chaqueta una boquilla y se la colocaba entre sus labios. Abrió el paquete, cogió un papel y tabaco, y mientras se liaba un piti, pensaba en aquella conversación que resonaba en su cabeza. Una conversación que si tuviera nombre se titularía "balcón y ella" y la banda sonora sonaría como suenan las noches de verano en las que te quieres quedar para siempre allí. "¿Cuántas veces has pensado mientras fumabas que la vida se consume como un cigarro?", le preguntó ella, sin mirarla, sentada en el suelo de su balcón, tirando la ceniza en la planta que tenía a su izquierda. Ana le sonrió y le respondió que muchas. Y mirándola a los ojos, le confesó "No eres de esta época. Te mueves de otra manera, como si no fueras de aquí, y fueras eterna, para siempre." Ella sonrió con ternura, aunque con cierta frialdad en sus ojos. Ya no pensaba en Ana, mientras que en la mente de esta la frase continuaba con un "y no sabes cómo me hace sentir que estés aquí conmigo, ahora, e imaginar que yo también soy para siempre, pero contigo."
La puerta del portal hizo un considerable ruido e hizo a Ana volver en sí. Se sobresaltó al pensar que sería ella, pero no lo era. Se puso en pie mientras tiraba lo que ahora se había convertido en una colilla.
Cerró los ojos, mientras en su mente resonaba aquel grupo que tanto le gustaba a ella, aunque ella no supiera que Ana los escuchaba sólo para sentirse más cerca de ella, y mientras sostenía en su mano una película del director del que ella solía hablar tanto, aunque desconociera que Ana supiera nada sobre él.


Allí estaba Ana, frente al portal de su casa, esperándola sin esperar que ella apareciera, metiéndose en las pequeñas cosas del mundo de ella que hacían del mundo de Ana un lugar mejor, lejos de que ella supiera nada, como si se tratara de un secreto. El secreto más dulce que Ana guardaba.