sábado, 8 de febrero de 2014

Febrero: Cadena perpetua.

En estos últimos días he frecuentado algún café, algún restaurante, algún colegio antiguo, alguna calle llena de historia. El viento me ha golpeado la cara. El autobús me ha resultado más plácido que mi propia cama, fría cada mañana, abandonada y desagradecida. He estado sola, he tenido compañía. He mirado al techo buscando un único motivo para continuar viviendo y no abrir la ventana; he tenido conversaciones banales y que ya he olvidado. He descubierto canciones, he roto con algunas del pasado.
En estos días he sentido mi corazón como una silueta construida por hilos, y he sentido algo dentro de él rompiendo algunos. He creído escuchar el sonido de un hilo ya roto, ya ajeno a mí, al contacto con las paredes de mi corazón cómplice e inmóvil.
Todo se ha tambaleado que ahora me encuentro encantada con cualquier detalle insulso. En la mañana de ayer hallé en un dibujo del mármol de la pared de mi baño una belleza interesante. Esta tarde las miradas de dos adolescentes me absorbían completamente mientras el mundo pasaba a mi lado en forma de calles.
He encontrado en la escritura mi medio de supervivencia. En este lugar tan público y a la vez recógnito que, a lo sumo, no son más que una serie de códigos y números. Y he entendido que  leerme a mí misma es todo lo que necesito. Como escuchar esa nueva canción. Es todo lo que me llena esta noche en la que la vida me parece un poco más carente de sentido y, por una vez, no me importa. Y, por una vez, una película consigue atraparme y sacar de mí una simple aspiración.

Todo esto me hará llegar a algo algún día.

Por el momento, sólo me queda publicarlo, dejar que mi canción termine, y con ella mi estado de vigilia, y todo empiece. Y el día de hoy ruede en el tiempo y se convierta algún día en un vago recuerdo. Deseo que llegue ese día, francamente. Al fin y al cabo, eso es sólo sucumbir al vivir.